por Jorge Elias - Periodista - Consultor del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI) y miembro del Instituto de Política Internacional de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
¿Es culpa de los representantes o de los representados? En esa encerrona está la democracia latinoamericana. Los síntomas de malestar de 2019, con estallidos sociales en diversas latitudes, se vieron agravados por las erráticas gestiones gubernamentales de la pandemia. Cuando tocan elecciones, la ciudadanía tilda de incompetentes a los políticos. Y los políticos, frente a un eventual resultado adverso, sospechan de algún grado de irracionalidad en la ciudadanía. La excusa de los derrotados: casi todos los gobiernos mordieron el polvo en este larguísimo año y tres cuartos de confinamientos, mascarillas y vacunas.
¿Casi todos? No tantos como parece. La oposición más poderosa convive en el seno de las coaliciones, formadas, a veces, por partidos que no comulgan entre sí. Lo cual complica las cosas. Primero hacia dentro: cómo armonizar el discurso. Después hacia fuera: cómo convencer a un electorado no cautivo, presa de las zozobras económicas y, en términos políticos y psicológicos, quemado. Literalmente, quemado. Las elecciones, postergadas en algunos países por la crisis sanitaria, no despiertan el entusiasmo deseado, sino apenas una tímida esperanza de cambio. Algo así como arrojar una botella al mar.
La democracia, desde sus orígenes, procuró ser un sistema de equilibrio entre visiones enfrentadas. Pone en juego la confianza en las instituciones. Ese juego divide las aguas entre el supuesto gobierno de los mejores, el de los elegidos, y la supuesta sabiduría del pueblo, la de los electores. Pero no seamos ingenuos. El gobierno no siempre es el de los mejores, sino el de los más votados, y los electores no siempre son sabios. Dentro de cada coalición, aglomeración de partidos políticos que no se valen por sí mismos, la puja empieza en casa y, en ocasiones, la prédica opositora resulta más convincente que la propia.
Los populismos y las autocracias “sustituirán a las decadentes democracias si las elites no mejoran su oferta»
Lapidaria resulta ser la conclusión del Latinobarómetro 2021, placa anual de la realidad de América latina: “En los años que vienen gobernará la calle si los gobiernos no están a la altura. Se acabó el tiempo cíclico donde todo comienza de nuevo en el mismo punto de partida. Ahora sólo queda avanzar mejorando estas democracias que funcionan mal”. Tan mal que el quebranto pandémico creó 50 millones de pobres en la región y un colosal mosqueo con las instituciones. Menos de la mitad de los latinoamericanos apoya la democracia y apenas un seis por ciento cree en sus instituciones.
Los populismos y las autocracias, agrega el voluminoso informe, “sustituirán a las decadentes democracias si las elites no mejoran su oferta. Es más fácil vender ilusiones que una mala política. Los monstruos aparecen cuando hay cambio de época, porque no estamos solamente cambiando estatuas de Colón por un indígena. Estamos ante una demanda de libertad que romperá todo lo que tiene que romper para llegar a puerto. El puerto se llama democracia plena y el camino son las calles llenas de ciudadanos protestando”.
Populismo y autocracia se fusionan en El Salvador con Nayib Bukele, en Nicaragua con Daniel Ortega y en Venezuela con Nicolás Maduro. Siguen las firmas. La ficción nacional y popular omite a esos gobiernos y otros que se jactan de ser progresistas, pero defienden la concentración de la riqueza y los intereses de unos pocos, escudados en la pobreza y la desigualdad. Capitales electorales con venias judiciales y pocas garantías civiles y políticas. La decadencia tocó fondo en 2018, “annus horribilis, con la caída de Nicaragua y Venezuela desde su condición de democracias para entrar en la categoría de autocracias y dictaduras”.
El retroceso económico provocado por la peste no define a la región. Desnuda la realidad
¿Qué ola recorre América latina? La de la escasez de mayorías y de gobernabilidad frente a los abusos de poder, los privilegios y la restricción de la pluralidad, de la igualdad ante la ley, del respeto y de la dignidad. Ningún pueblo está contento con el ejercicio de la democracia, más allá de que una minoría, por fortuna, añore las dictaduras militares. La pandemia del malhumor “ha desnudado el poder, dejándolo sin máscara para esconderse. Los ciudadanos han salido de Macondo para incorporarse al mundo globalizado que el virus puso en las pantallas de sus smartphones”.
La camada de nuevos líderes comete el error de apelar a discursos anticuados, como los planes quinquenales de la década del cincuenta. Discursos viejos en bocas jóvenes que reflejan la debilidad de los gobiernos, muchas veces confundidos con los Estados nacionales. Triple crisis. La política, la sanitaria y la económica. En ese orden. La década ganada de 2010 a 2020, de la cual se ufanan algunos demagogos, terminó siendo la década perdida con protestas y retrocesos, como en Ecuador, Colombia y Chile. En el Perú, cuatro expresidentes están acusados, en la cárcel o perseguidos por corrupción. Una astilla global.
El retroceso económico provocado por la peste no define a la región. Desnuda la realidad. La del “desencanto con la política, originado por la crisis de representación y por la incapacidad de desmantelar la desigualdad y la discriminación”. La pandemia, lejos de provocar esa crisis, no hizo más que profundizarla. Sobre todo en países con democracias frágiles, como Brasil. Si los ciudadanos votan contra elites fracasadas y sistemas de partidos obsoletos que fueron incapaces de torcer el rumbo, ¿por qué eligieron a Jair Bolsonaro, réplica en portugués de Donald Trump?
La peor compañera de la democracia es la apatía. En la región, sólo Argentina, Costa Rica y Uruguay logran menos de 20 puntos porcentuales de indiferencia. El apoyo a la democracia es mayor entre quienes tienen más de 60 años y educación, aunque sea básica, que entre quienes tienen menos de 25 y estudios incompletos. Quizá porque no vivieron los años de plomo. Pregunta clave: ¿para qué tener dictaduras militares cuando se pueden crear y legitimar gobiernos populistas y autocráticos capaces de controlar los tres poderes del Estado?
Curiosamente, las fuerzas armadas son la institución del Estado con el mejor promedio en un ambiente poco propicio para golpes a la usanza de los años setenta
Los derrotados en las elecciones se amontonan bajo el paraguas de un pretexto: la mayoría de las coaliciones de gobierno derraparon debido al contexto desfavorable creado por la pandemia. Verdad a medias. En México, el partido de Andrés Manuel López Obrador, Morena, mantuvo el control del Congreso en alianza con el Partido del Trabajo (PT) y el Partido Verde a pesar de perder la mayoría de número. El partido de Bukele, Nuevas Ideas, socio de Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA), en El Salvador, obtuvo 61 de los 84 escaños de la Asamblea Legislativa y 179 de las 262 alcaldías en disputa.
¿Quiénes detentan el poder en América latina? De mayor a menor, según la percepción ciudadana: los gobiernos, las empresas multinacionales, los partidos políticos, los congresos, los empresarios nacionales, los bancos, los medios de comunicación (eternos chivos expiatorios de los intolerantes), los sindicatos y algunas familias. ¿Y quiénes infunden más confianza en el continente más desconfiado del mundo? La Iglesia, las fuerzas armadas, la policía, los presidentes, los órganos electorales, los gobiernos, los jueces, los congresos y los partidos políticos.
Curiosamente, las fuerzas armadas son la institución del Estado con el mejor promedio en un ambiente poco propicio para golpes a la usanza de los años setenta. En el otro extremo, los partidos políticos reciben las peores calificaciones. Fenómenos no necesariamente novedosos como los brotes y rebrotes de ira en protestas populares que terminan siendo armas de destrucción más IVA. O, cuando los gobiernos tuercen el brazo, fondos provenientes de los impuestos que distribuyen entre las organizaciones sociales para mantener sus clientelas electorales. Dicho mal y pronto: todos somos generosos con el dinero del Estado.
Así les va. Así nos va.