por Ernesto Tenembaum
La sociedad argentina, que está acostumbrada a sobrevivir a situaciones estresantes e insólitas, es testigo desde el mediodía de ayer de un sainete que refleja la falta de responsabilidad, la inmadurez y la desaparición del sentido común por parte de las personas que gobiernan el país. En medio de una de las peores crisis económicas de su historia y de un problema sanitario devastador, un puñado de ministros, que responden a la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, le presentó públicamente la renuncia al presidente Alberto Fernández. Ese golpe palaciego, que supuestamente se orquestó para imponerle al primer mandatario los cambios de gabinete que reclama la vicepresidenta, mantuvo y mantiene en vilo al país desde hace alrededor de diez horas (al momento de cierre de esta nota). El Presidente, en lugar de aceptar las renuncias y restablecer su autoridad, pasó el día en silencio mientras la inquietud, la incertidumbre y la angustia se adueñaban de todos los habitantes del país. Se trató de una jornada que fue, al mismo tiempo, absurda e histórica. Nunca antes la sociedad dependió tanto de la personalidad y el carácter de un solo hombre.
Las versiones sobre los motivos de la ruptura propuesta por la vicepresidente son bastante coincidentes. Desde el momento mismo de la derrota aplastante que sufrió el Gobierno en las elecciones del domingo, Kirchner le reclamó al Presidente que despidiera a su jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, y a su ministro de Economía, Martín Guzmán, y también un agresivo plan para destinar mucho dinero para jubilados y beneficiarios de planes sociales. Fernández desafió ese reclamo –que se hacía por corrillos y a través de filtraciones en los medios de comunicación— mostrándose varias veces con los apuntados. Al mismo tiempo, en la Casa Rosada se empezó a diseñar un plan económico de contingencia que no coincidía exactamente con los reclamos de la vicepresidenta. En una reunión entre los dos, el Presidente planteó que las renuncias podrían producirse luego de las elecciones de noviembre. Altos funcionarios de la Casa Rosada, en la mañana de ayer, confiaban que se había llegado a un acuerdo en ese punto. Minutos después de esos comentarios estalló todo por el aire.
Así las cosas, al cierre de esta nota, el gobierno entraba en descomposición. Sergio Massa intentaba mediar entre las partes. Un sector de los movimientos sociales –encabezado por el Movimiento Evita, de Emilio Pérsico y Fernando Navarro— respaldaban categóricamente al presidente Alberto Fernández y convocaban para hoy a una marcha en Plaza de Mayo. Otro sector, que se referencia en Juan Grabois, respaldaban a la vicepresidenta y a los ministros que renunciaron. Divisiones similares se producían en los bloques parlamentarios, entre los gobernadores y en el sindicalismo: todo a la espera de la decisión del Presidente, que pasó largas horas sin decidir si aceptaba las renuncias o si negociaba en medio de la extorsión.
A estas alturas, luego del vaciamiento de su Gabinete, al presidente le quedan tres caminos visibles: negociar una rendición y acordar un cambio general de gabinete donde se disimule que, finalmente, accedió a los cambios que le reclama su vicepresidenta; renunciar él mismo al cargo, dado que no lo puede ejercer con plenitud desde que el principal sector de su coalición lo condiciona una y otra vez públicamente; o aceptar las renuncias, designar ministros que le respondan a él y construir un liderazgo distinto al que ejerció hasta ahora. Muchos de sus colaboradores le pedían ayer que tomara este último camino con un argumento sencillo: si el Presidente produce un gesto de autoridad, tiene al menos una pequeña chance de ordenar la situación. En cambio, si cede o si renuncia, la chance será nula. El ataque de estas horas, en el peor momento de su gobierno, ha sido demasiado grave.
Pero pasaban las horas, y Fernández no tomaba aquella que tal vez sea la decisión más importante de su vida. Fernández está realmente entre la espada y la pared. Si concilia habrá cristalizado la condición de presidente rehén en un contexto donde la sociedad ya expresó lo que opina del gobierno que surge de esa situación. Si no lo hace, vendrán peleas duras en las cuales deberá ejercer un liderazgo con mucho coraje. ¿Lo tendrá?
A decir verdad, la presión sobre Fernández solo fue la expresión más dura de algo que viene pasando desde el mismo día de su asunción y que él mismo viene tolerando estoicamente. La primera ofensiva fue con la campaña por la libertad de los detenidos condenados por corrupción, apenas algunos días después de la asunción. Luego hubo una seguidilla interminable. La vicepresidente lo hostigó con retos públicos, faltazos a actos muy importantes, amenazas contra ministros, cartas con alusiones muy ofensivas. Dirigentes muy relevantes vinculados a la vicepresidenta, una y otra vez, maltrataron a Fernández de manera muy agresiva sin que recibieran ni siquiera una amonestación: como eran de Cristina se transformaban en intocables. Ningún presidente toleró este tipo de situaciones en la historia de la democracia argentina.
Esa dinámica tan extraña produjo episodios muy dañinos para la gestión oficial. Por ejemplo, la llegada de las vacunas Pfizer se demoró un año luego de que Máximo Kirchner trabó la negociación en el Congreso. En ese momento, los Kirchner creían que la Argentina debía recostarse en China y Rusia y no aceptar tratos con multinacionales norteamericanas. Así como toleró las agresiones, Fernández no reaccionó como Presidente cuando le sabotearon ese acuerdo clave que él mismo, personalmente, había impulsado.
El destrato de la vicepresidenta a Fernández no es algo personal hacia él: está en la naturaleza de la mujer más poderosa del Gobierno. Los gobernadores de Santa Cruz que no llevaban el apellido Kirchner sufrieron los mismos problemas. Sergio Acevedo renunció a ese cargo cansado de las presiones, y denunció que lo hizo, entre otras razones, porque no quería dar su acuerdo para negocios ilegales. Luego fue el turno de Daniel Peralta, que llegó al poder de la mano del kirchnerismo, pero cuyo gabinete fue vaciado apenas intentó ejercer la autoridad de gobernador. Finalmente, Peralta rompió con el kirchnerismo.
El 23 de febrero de 1981, un militar español llamado Antonio Tejero, tomó el Parlamento español, y transformó en rehenes a todos los parlamentarios, entre ellos al primer ministro Adolfo Suarez. Por largas horas, no se supo si la democracia sobrevivía, hasta que, durante la madrugada siguiente, el rey Juan Carlos, en un discurso histórico repudió a los golpistas. La larga espera de ayer tiene algunos puntos de contacto con aquel episodio.
La situación no es tan grave, se podría decir.
¿Realmente no lo es?
Fuente: Infobar
por Ernesto Tenembaum