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OPINIÓN | La guerra contra la inflación es una gran pantomima

El “combate” traerá más de lo mismo: controles, restricciones, aumento de impuestos y medidas sectoriales y desarticuladas entre sí. Por eso, el resultado ya está cantado: la guerra está perdida.
por Sergio Berenztein. Economista
 
La aceleración inflacionaria y, en especial, la disparada en el precio de los alimentos encendió una luz de alarma en la Casa Rosada y estimuló la sensación de que algo hay que hacer. El gobierno finalmente percibió que la inflación es un tema muy relevante para la sociedad, causa de pesimismo y desazón (según datos de D’Alessio IROL – Berensztein es la máxima preocupación de los argentinos desde hace más de un lustro), y que buena parte de su capacidad de recuperación y competitividad electoral dependerá de lo que pueda hacer al respecto.
 
En este marco, la respuesta del presidente Fernández, cargada de efusividad, pero carente de toda previsión, fue el lanzamiento (con tres días de anticipación) de la “guerra contra la inflación”. El anuncio hasta ahora dejó una catarata de memes en las redes sociales, pero pocas medidas concretas. En el mensaje del viernes, Alberto Fernández suavizó el discurso bélico, se manejó entre expresiones más generales y se hizo a un costado: “He instruido a mis ministros para que tomen las medidas necesarias y ellos serán los encargados de comunicarlas”.
 
Guerra contra la inflación: anuncios sin mucho que esperar
 
Efectivamente, el sábado el ministro Julián Domínguez realizó una rueda de prensa donde defendió el aumento de las retenciones y se refirió a la creación del Fondo de Estabilización del Trigo, aunque se encargó de aclarar que el precio del pan corre por cuenta de Feletti, con quien no tiene precisamente una buena relación: parece que Domínguez no quiere ser confundido con uno de los generales de esta desgraciada guerra.
 
Durante esta semana probablemente continúen los anuncios, pero no hay mucho más que esperar. La guerra contra la inflación traerá más de lo mismo: controles, restricciones, aumento de impuestos y medidas sectoriales y desarticuladas entre sí. Eso es todo y por eso el resultado ya está cantado: la guerra está perdida. De hecho, ¿cómo hará el gobierno para contener los precios en los próximos meses, justo cuando debe actualizar las tarifas de los servicios públicos y acelerar el ritmo de la devaluación? El costo de los congelamientos es la inflación contenida, que en algún momento se paga. Y todo indica que será en el peor momento de la aceleración inflacionaria.
 
El gobierno no ha logrado aplicar una respuesta efectiva, aunque lo cierto es que ni siquiera lo ha intentado con genuina vocación (será en parte porque hasta aquí se valió de la inflación para licuar el gasto, tal como sucedió con jubilaciones y planes sociales).
 
Por eso, esta “guerra” tiene la particularidad de ser una gran pantomima. El gobierno hace como si anunciara medidas para reducir el ritmo del aumento de los precios, pero en realidad ya nadie lo toma demasiado en serio (incluso los funcionarios descreen por completo que vaya a funcionar). A esta altura la credibilidad se ha perdido.
 
Al margen de los caminos erráticos y las puestas en escena de las que se vale este gobierno para (no) enfrentar la cuestión de la inflación, ¿se está generando en la sociedad argentina un consenso para reformas más profundas y ambiciosas?
 
Qué dicen las encuestas sobre la sociedad y las reformas
 
Un sondeo reciente de D’Alessio IROL – Berensztein indagó sobre este tema, al consultar por el nivel de acuerdo hacia un eventual plan de convertibilidad o dolarización para la Economía argentina. El estudio se realizó en febrero de forma online, con 1022 personas, mayores de 18 años, de todo el país. Sobre el total de los encuestados, el 42% dijo estar de acuerdo o muy de acuerdo con esta alternativa, mientras que el 44% expresó su desacuerdo (el 14% restante prefirió no responder). Es decir, existe cierta paridad entre ambas opiniones.
 
 
Al segmentar los datos, puede apreciarse que el nivel de acuerdo aumenta conforme crece el nivel socioeconómico de los encuestados. Sin embargo, entre el nivel socioeconómico más bajo, el nivel de acuerdo sigue siendo relativamente alto (41%, versus 42% que está en desacuerdo).
 
Tampoco hay grandes divergencias al segmentar por rango etario. El mayor grado de acuerdo se encuentra entre las personas que tienen de 45 a 54 años (21% muy de acuerdo y 27% de acuerdo). Entre los más jóvenes (hasta 34 años) el 39% estaría de acuerdo o muy de acuerdo con una dolarización o plan de convertibilidad, mientras que entre los más ancianos (más de 65 años) esa cifra asciende dos puntos porcentuales (41%). Las diferencias no son sustanciales. Es decir, aquella paridad que existe entre ambas opiniones parece atravesar a toda la sociedad.
 
Hace algunos años, este tipo de preguntas seguramente hubiese generado un mayor nivel de rechazo por el recuerdo traumático de la caída de la convertibilidad luego de la crisis de 2001. Sin embargo, el trauma actual parece estar generando en buena parte de la sociedad un sentimiento de nostalgia respecto a la estabilidad de la década del ‘90.
 
Esta probablemente sea la causa de fondo detrás de los resultados que arroja el sondeo realizado por D’Alessio IROL – Berensztein. Lo particular es que esta nostalgia incluye a los segmentos jóvenes de la población, que añoran vivir con una estabilidad que nunca tuvieron.
 
Al segmentar los datos según voto se ven las mayores divergencias. Atendiendo al eventual voto en 2023, la posibilidad de implementar un plan de convertibilidad o de dolarización para la economía argentina adquiere niveles altos de aceptación entre los simpatizantes de Juntos por el Cambio (59%) y los liberales / libertarios (71%). A su vez, los votantes del FDT rechazan en su mayoría esta iniciativa.
 
Hasta ahora el gobierno no supo ni quiso enfrentar el problema de la inflación con la vocación real de resolver el problema. ¿Pero si este o el próximo gobierno tuviese la voluntad de hacerlo cuál sería la reacción por parte de la ciudadanía? Aunque los sondeos de opinión pública siempre deben tomarse con cautela, los datos muestran que en principio hay cierto fundamento social para atreverse a reformas más ambiciosas. Los resultados contrastan contra la opinión generalizada que nos dice que reformas profundas de esta índole son imposibles de implementar en la actual Argentina.
 
Tal como lo expresamos en nuestra columna del lunes pasado, por el estancamiento de una década y la falta de perspectivas, los argentinos quizás afirman que están dispuestos a enfrentar cambios profundos, pero cuando llegan las consecuencias reales del ordenamiento macroeconómico, puede haber fuertes quejas. No obstante, no es menor el hecho de que exista una masa crítica de la opinión pública que cuestiona la actual realidad. Y este es un punto de partida fundamental para afrontar las reformas que el país necesita.
 
Un programa de estabilización (ya sea por medio de una dolarización, de un plan de convertibilidad o a través de otros mecanismos similares) seguramente generará costos en el corto plazo. Pero si en el mediano plazo se recupera la confianza de los inversores, el crédito privado, la creación de empleo y se reduce la inflación, entonces habrá valido la pena. Al mismo tiempo, es menester considerar el costo del status quo: un profundo pesimismo caracteriza al estado actual de la opinión pública. Muchas veces es mejor el final de una agonía, con el dolor que ello conlleva, que una agonía sin fin, que obtura la posibilidad de que surjan nuevas expectativas
 
Si no es por altruismo, al menos que sea por interés político: durante la década del ‘90 el PJ (el mismo partido que hoy gobierna) logró triunfos electorales notables por haber estabilizado la macroeconomía a comienzos de la década. El malestar social actual, lejos de ser una restricción, puede ser visto como una oportunidad. Llevamos más de diez años de estanflación. La dimensión de esta crisis requiere cambios disruptivos, pero hasta ahora parece que la sociedad se atreve más que la dirigencia política.

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