por Jaime Durán Barba (Profesor de la GWU. Miembro del Club Político Argentino)
Durante este año analizamos las elecciones y/o las estrategias de comunicación de gobiernos o candidatos presidenciales de ocho países de la región. En casi todos los casos conversamos largamente con los presidentes o candidatos del país respectivo, con personajes políticos, periodistas y miembros de la academia de alto nivel, aplicamos encuestas y tuvimos acceso a material de investigación de otras fuentes. Habíamos trabajado en algunos de ellos con anterioridad y teníamos material para hacer comparaciones diacrónicas.
Profundidad. Los estudios comparados permiten analizar con profundidad los procesos políticos, sobre todo cuando tienen el respaldo de investigaciones empíricas y cuando los investigadores tienen la oportunidad de dialogar con protagonistas de los procesos para poner a prueba sus hipótesis. Cuando estamos encerrados en un solo país tenemos menos posibilidades de explicarnos lo que ocurre en un mundo que cambia a una velocidad vertiginosa. El trabajo se enriquece cuando hablamos con dirigentes que comparten conjuntos de mitos que los agrupan tanto en la "izquierda" como en la "derecha", para incorporar a nuestro trabajo la visión de personas que tienen distintas creencias.
No es fácil hacer estudios de este tipo. Entre unas y otras elecciones a veces pasan años y las comparaciones se vuelven inútiles. Las encuestas son caras y es difícil que una universidad o institución pueda aplicar en un mismo año series de estudios para analizar las elecciones en varios países, única forma de conseguir la información para obtener conclusiones generales con alguna validez. Tuvimos la suerte de hacer estos estudios porque en cada país hubo personas que nos pedían que hiciéramos un diagnóstico de la situación y para eso financiaban la investigación.
Nuestra adaptación al progreso sigue una curva ascendente mucho más moderada que la de la evolución de la tecnología
Evolución. Empecemos diciendo que hay un dato duro común a todos los países: la tecnología evoluciona exponencialmente, y con ella la forma de ser y las costumbres de los ciudadanos.
David Christian planteó en Mapas del tiempo. Introducción a la gran historia, hace veinte años, que la velocidad de la transformación era tan grande que los seres humanos no teníamos la capacidad de registrarla. En la actualidad el problema se volvió más dramático por la aceleración de los cambios. Thomas Friedman dice que en 2007 se dio un salto en el avance tecnológico cuando apareció el iPhone con todo su universo de aplicaciones; surgió el concepto del big data, una red de interconexión de sistemas para el manejo de cantidades masivas de información; ingresaron al mercado Facebook, Twitter, la plataforma Android que transformó los teléfonos inteligentes; aparecieron el bitcoin y Amazon, entre otras cosas. La conjunción de esos elementos hizo que se desatara un proceso de transformación que avanza en forma exponencial, mientras nuestra adaptación al progreso sigue una curva ascendente mucho más moderada.
Esto que sucede con el conjunto de la población que usa el sentido común en su vida cotidiana se agudiza en gran parte de las elites políticas, que están más retrasadas. Esta contradicción se profundizó llevándonos al enfrentamiento entre la mayoría y la dirigencia tradicional que estamos experimentando. El tema tiene un antecedente en los complicados textos con que Merleau Ponty, Althusser o Poulantzas defendían el socialismo, mientras la gente trataba de escapar del paraíso socialista atravesando el Muro de Berlín, huyendo de Cuba, o haciendo cualquier cosa para ingresar al infierno capitalista.
Aún hoy, cuando es obvio que ese esquema fracasó, hay intelectuales que hacen un homenaje al 60º aniversario de la Revolución Cubana, acompañados de dirigentes populistas que cazaban zurdos en la década del 70, mientras el mundo discute sobre temas de otro siglo.
Los electores actuales eligen mandatarios para que solucionen sus problemas, no para que les cuenten que el anterior era malo
Complejidad. Lo que ocurre es complejo. Después de las elecciones mexicanas de 2003 detectamos con Santiago Nieto que se estaban produciendo en la población cambios radicales que nos explicaban lo que venía sucediendo en la política de los últimos años. Publicamos nuestro libro Mujer, sexualidad, internet y política, que contenía hipótesis que con el tiempo se confirmaron. La gente común vive esa revolución como parte de la realidad mientras algunos políticos estudian cursos de oratoria.
En los países desarrollados nadie hace una campaña electoral sin aplicar encuestas y sin el apoyo de profesionales, aunque sea por cábala. En América Latina, algunos candidatos dicen que les basta su experiencia y su intuición, saben todo, deben demostrar que nunca se equivocan, no necesitan consejos, ni estudios, menos asesores. Cumplen con rituales arcaicos: dan discursos, organizan caravanas, se suben a escenarios con atriles, tratan de decir cosas políticamente correctas. Su estrategia se centra en debatir con los otros líderes, no se interesan para nada en las actitudes de esa gente, que con el avance tecnológico se ha vuelto inmanejable.
Hasta hace diez años había normas claras que debería cumplir un candidato ganador, entre las que estaba que su porcentaje de opiniones positivas tuviera una relación de al menos dos a uno con las negativas. En las últimas elecciones de casi todos los países esto se volvió imposible. La imagen de los dos candidatos presidenciales de los Estados Unidos en la última elección fue más negativa que positiva. Todos los personajes políticos de México tuvieron saldo negativo, con la excepción de AMLO, que apenas logró un empate. Si comparamos los números de los políticos brasileños en la campaña de 2010 con los actuales, todo se derrumbó. Ni Fernando Haddad ni Jair Bolsonaro tuvieron las cifras de muchos políticos de ese entonces. Pasa lo mismo con casi todos los personajes políticos de Colombia, Paraguay, Venezuela, Ecuador, Argentina, México, Estados Unidos, Chile, Uruguay o El Salvador. Una crisis de esta dimensión no puede explicarse por hechos aislados de cada realidad nacional, obedece a un problema general.
Gobiernos e instituciones. En el caso de los gobiernos la situación es dramática. En el segundo año de gestión, su aceptación cae de manera pronunciada. Los números de Mario Abdo en Paraguay, Lenín Moreno en Ecuador o Sebastián Piñera en Chile caen en picada. Es inverosímil que un mandatario con los números de Nicolás Maduro en Venezuela siga al frente del Estado. Llama la atención el desplome de Iván Duque, que compró un libreto popular en el círculo rojo que suele llevar a la hecatombe: apliquemos de inmediato un paquete de medidas económicas brutales echándole la culpa al antecesor. Los que hicieron esto quedaron chapoteando como patos rengos el resto del período. Los electores actuales eligen mandatarios para que solucionen sus problemas, no para que les cuenten que el anterior era malo.
Hay una crisis de confianza en todas las instituciones que tradicionalmente habían sido emblemáticas, como la Iglesia Católica, los medios de comunicación, los partidos políticos, el Congreso, la Justicia. En todos los países cerca del 80% de los electores dice que estaría menos dispuesto a votar por un candidato apoyado por cualquier partido. Bolsonaro ganó sin el apoyo de ningún partido, AMLO enfrentando al PRI, al PAN e incluso al PRD.
La mayoría de los apoyos de organizaciones políticas quitan votos, como lo experimentó Geraldo Alckmin en Brasil. La Iglesia Católica está en crisis. Por primera vez en la historia Brasil y México, los dos países católicos más poblados del mundo, eligieron presidentes evangélicos. Para la gente común el mensaje que ensalza la pobreza y dice que es malo consumir cae frente a la teología de la prosperidad de los evangelistas.
Internet. La vieja frase de "el papel y la muralla son el papel del canalla" toma una nueva dimensión con Internet. Como cazadores que encontraron una carabina de precisión y salen a cazar conejos a culatazos, los políticos elementales contratan trolls y hacen campañas sucias. Los políticos con formación intelectual que entienden para qué sirven las redes no lo hacen, pero son una pequeña minoría. Desde la campaña de Trump creció el mito de que las fake news explicaban su éxito. Muchos candidatos dedicaron tiempo y dinero en estos años a producir basura contra sus rivales y difundirla por las redes. El entusiasmo por las campañas sucias satisface el ego y las pulsiones negativas de los candidatos, pero trae pocos votos. La gente es cada vez más difícil de manipular, crea sus propios mitos y desconfía de las elites.