Por Por Rick Rojas - New York Times
“Nunca pensé que fuera a suceder esto”, comentó Oltarsh-McCarthy, en referencia al vínculo que ha forjado con la comunidad de la iglesia, aunque no con los dogmas de su fe. Según la mujer, lo que la llevó a la iglesia fue “algo en el espíritu de Rutgers y algo en el espíritu del mundo exterior”.

Katharine Butler, una artista, se sintió atraída a asistir a Rutgers Presbyterian cuando pasó caminando al lado de un letrero en la calle que promocionaba el activismo ambientalista de la iglesia. Pronto, Butler también se involucró en aspectos más tradicionales del recinto religioso.
“No puedo creer que esté haciendo esto; cantando y participando en todas esas cosas”, dijo Butler. “Fue maravilloso encontrar toda una colectividad involucrada en la comunidad y en ayudar”.
Normalmente, el tejido conectivo para cualquier congregación es tener una fe compartida.
No obstante, Rutgers, una iglesia relativamente pequeña ubicada en el Upper West Side de Manhattan, funciona distinto. No es necesario compartir una creencia en el dios cristiano ni en cualquier otro. En cambio, la comunidad está unida por otras convicciones y se reúne para trabajar en iniciativas de justicia social, activismo de combate al cambio climático, programas de alimentación para personas indigentes y un grupo de apoyo a familias refugiadas.

Los lugares de culto —entre ellos iglesias cristianas de una gran variedad de denominaciones, así como sinagogas— se han posicionado en Estados Unidos como fuerzas impulsoras de ciertos temas progresistas, pues en ese país promueven el activismo en causas de justicia social e invitan a unirse a la comunidad LGBTQ. Sin embargo, los académicos especializados en religión afirman que Rutgers parece estar en una nueva posición: su agenda social en ciertos aspectos ensombrece a la religiosa.
“Rutgers se ha reinventado de forma periódica a medida que el Upper West Side ha pasado por cambios como este”, dijo James Hudnut-Beumler, un profesor de historia religiosa estadounidense en la Universidad Vanderbilt. “Esta no es su primera reinvención, pero es una de las más interesantes”.
El enfoque de Rutgers refleja cómo han cambiado fundamentalmente aspectos de la espiritualidad. En Nueva York, quien sea que entra en el santuario modesto de ladrillos y caliza ubicado en la calle 73 Oeste encuentra un lugar donde hay más eventos de recaudación de fondos, de activismo y de vínculos con el vecindario que sermones.
“La gente que por lo regular se siente marginada o rechazada en las congregaciones típicas —gente más reflexiva, por así decirlo, o a la que le gusta más cuestionar temas de la fe— comenzó a reunirse en nuestra congregación”, dijo el reverendo Andrew Stehlik, el pastor de mayor jerarquía en Rutgers. “Los llamamos amigos de la iglesia. A menudo, son una parte considerable de la comunidad que acude al templo”.
Las denominaciones protestantes como el presbiterianismo han visto una reducción en el número de sus seguidores en años recientes. Para abordar el problema, algunos pastores están en busca de nuevas formas de usar sus iglesias y redefinir el significado de “hermandad”.
Después de todo, las iglesias tienen el espacio y la buena voluntad para comprometerse con los trabajos comunitarios, la justicia social o los proyectos artísticos o educativos. Además, abrir las puertas de esta manera puede atraer a aquellos que buscan algo más que una clase de estudio de la Biblia.
“Solo basta darles la bienvenida a quienes son inquiridores”, mencionó Stehlik.
La historia de la iglesia Rutgers se remonta a 1798; su nombre proviene de la calle en el Lower Manhattan donde abrió su primer santuario. La congregación ha rendido culto en el Upper West Side desde 1888 y ahora tiene poco más de cien miembros. La iglesia ya lleva décadas cerca de la intersección bulliciosa de la calle 73 Oeste y Broadway, donde se exhibe su actitud “progresista sin remordimientos”, como lo describe Stehlik.
Un inmenso cartel de Black Lives Matter (La vida de personas negras importa, movimiento que aboga por un mejor trato del sistema judicial hacia la comunidad afroestadounidense) está colgado al frente de la iglesia, y cerca hay coloridas banderas de plegarias tibetanas. En el interior, hay broches con las que los devotos declaran su identidad de género: él, ella, elle. Y durante los servicios, los fieles recitan alternativas al Padre Nuestro que usan un lenguaje más incluyente.
Para algunos, el atractivo de Rutgers se origina en las frustraciones y ansiedades que se han enraizado en años recientes en los vecindarios con tendencias izquierdistas como el Upper West Side, las cuales han sido avivadas por las políticas y la retórica del gobierno de Donald Trump. La iglesia, cuya comunidad mayoritariamente blanca proviene del vecindario que la rodea, se ha vuelto un santuario político para los llamados miembros asociados, que son parte de la congregación, pero no tienen la misma fe.
“De alguna manera, es parte de su ADN el que siempre estén pensando en los demás y en cómo hacer que el mundo sea justo”, mencionó Katharine Butler, la artista y una de las integrantes asociadas. “Aunque no lo hacen solo mediante el proselitismo y la denuncia, sino al poner manos a la obra. Hay muy poca moralización o cuestiones como las que me desanimaban cuando era más joven”.
Clare Hogenauer entiende el atractivo del espíritu progresista de la iglesia. Como abogada, se ha manifestado en contra de la pena de muerte y hace algunos años protestó sin ropa en Times Square en apoyo a artistas cuyo cuerpo desnudo había provocado controversia. Sin embargo, el activismo no es la razón por la que es una asistente regular a Rutgers.
“Lo que más me gusta es el aspecto social”, afirmó Hogenauer, de 71 años, quien ahora depende de una andadera y llegó a la iglesia por primera vez simplemente porque está cerca de su apartamento. “Me importan mucho las personas, y yo les importo a ellas”.
Durante un servicio dominical reciente, le pidieron a la gente que compartiera sus alegrías, penas y preocupaciones.
Hogenauer habló sobre su dilema de salud. Dijo que un medicamento que le recetaron para tratar un dolor severo funcionaba, pero también la hacía sentir cansada y atontada. No sabía qué importaba más: el alivio de un malestar físico intenso o una mente despejada.
Dijo que lo quería compartir con ellos pues quería que su comunidad supiera lo que estaba pasando en su vida. No pedía sus plegarias, mencionó, pero rezaron por ella de todas formas.
Rick Rojas ha sido reportero en The New York Times desde 2014. Ha trabajado como corresponsal regional de la sección Metro para cubrir Nueva York, Nueva Jersey y Connecticut, y ha reporteado también en Phoenix y en Sídney, Australia.